martes, 23 de mayo de 2023

Martin Amis y la anglofilia

 Allá por mediados de los 90, en tiempos fértiles para la siembra de fanatismos o al menos aficiones intensas, una sucesión de buenas profesoras de inglés en el Anglo facilitaron que me diera frecuentemente por subir a la biblioteca a perderme entre las estanterías de ficción. 

Allí leí un poco de todo, pero quien me causó más impresión y consolidó la anglofilia que ya se estaba formando fue Martin Amis, con London Fields. Esto fue varios años antes de viajar por primera vez a Inglaterra, pensando que sabía mucho inglés y descubriendo the hard way que sabía más bien poquito. Fue años antes incluso de aprobar el Proficiency, que sigue siendo a día de hoy mi mayor orgullo académico, pero que también fue ampliamente superado por la realidad de vivir en otro idioma.

Tras London Fields siguieron Money, Success y especialmente Time's arrow. Amis fue, durante un tiempo, mi escritor favorito, como había sido Asimov, como sería luego Auster. 

Hoy, cuando me enteré de la muerte de Martin Amis, me dio por pensar qué habría entendido yo de aquella novela. Muchos años más tarde, después de haber vivido más de 4 años en Londres, me dio por reabrir London Fields y leer los primeros capítulos otra vez. Ya no me gustó tanto (ya había pasado página), pero lo que más me llamó la atención fue que aún entonces, tras tanto estudio, tanta vivencia, tanta inmersión en el idioma, había mucho, pero mucho que no entendía de la escritura del libro. 

Entonces... ¿qué pude entender cuando lo leí por primera vez? Tal vez no tanto, pero el mensaje llegó, de alguna forma. Y porque todos cambiamos, mucho, para que otras cosas permanezcan, Martin Amis quedó bastante relegado, pero la anglofilia mutó, pasó por otros milestones, y se quedó, por supuesto.

Y otra cosa... no sé si tiene que ver con ser bibliotecario, pero nunca fui de tener muchos libros en casa. Los libros se leen y se devuelven, o se pasan a alguien más, ¿no? O casi todos. De los pocos libros que tengo en la estantería como objetos, como señales de lo que soy o lo que fui, de los que metería en una caja si me tuviera que mudar, con Fever Pitch de Hornby, con Rayuela de Cortázar, ahí está también London Fields.


jueves, 14 de febrero de 2019

Memorables

Una cortita y al pie.

La semana pasada hablábamos con nuestros amigos Ibai y Maritxu sobre cómo el sentido del olfato es el que más directamente te conecta con recuerdos y vivencias... Esta tarde estaba revisando un libro publicado en 1964, y su olor me transportó directamente a mi infancia. Primero a los libros de Monteiro Lobato con los que me deleitaba en casa; seguidamente a los de Verne, Salgari o Asimov que tomaba en préstamo de la Cátedra Alicia Goyena.

Pero tan sólo un instante más tarde (¡gracias, corteza prefrontal!)  me vi a mi mismo olisqueando el libro (¡ups!) y me acordé de aquel candidato que se presentó a un puesto de bibliotecario en Londres, en aquellas épocas en que a mí me tocaba evaluar y filtrar las applications, y decidir a quién íbamos a entrevistar. El personaje en cuestión había escrito que se sentía positively excited con el olor que emanaba al hojear los libros. Mi compañera Mandy y yo nos reímos durante años con el párrafo del susodicho (un héroe, a mi modo de ver). Por cierto, no pasó el filtro... 

miércoles, 30 de enero de 2019

¿10 años no pasan en vano?

Escrito hace un año, terminado/publicado recién hoy...

¿Qué mejor ocasión para volver la vista atrás que un aniversario como éste?

Parece que fue ayer (en realidad no) pero ya han pasado 10 años de aquel miércoles (me informa la computadora) 30 de enero de 2008 en que Rolo cumplía y cambiaba de década, como hoy (¡feliz cumple, vieja!), y nosotros, Lore y yo, nos tomábamos un avión con un par de valijas y un sinnúmero de incertidumbres.

Muy poco recuerdo de la mañana del jueves 31 de enero, cuando llegamos a Loiu. En el aeropuerto nos esperaba Felipe, que me recibió con el cariño que con el tiempo me supe ganar, pero que él adelantó generoso, fiel a su talante. El resto de los vagos recuerdos bien pueden ser de otros días, pero destacan la presencia de la (entonces) pequeña Irati y sus musiquitas, las vistas al monte desde Erandio, y el olor del frío, cargado de verde y tan distinto al montevideano. Ése mismo olor que sentí hace unos días, cuando finalmente se apersonó el invierno de este año, y que me llevó directamente a aquellos años en que era novedoso.

No creo que valga la pena un esfuerzo de memoria o un repaso memorioso (que en mi caso por otra parte estaría condenado al fracaso), ni un listado de highlights de estos años un poco nómades desde Londres a Bilbao. Sí es verdad que con el paso del tiempo me fue costando cada vez más trasladar las vicisitudes de la experiencia hacia la página, y que el retorno a Bilbao tuvo mucho de vuelta a casa, en cuanto a que todo parecía un poco más estable o si acaso, menos novedoso.

Tampoco escapa a mi detector de ironías que una de mis principales ocupaciones en CuantoCambio, el paso y la percepción del tiempo, fueran de las principales víctimas en mi sucumbir a la tecnología táctil y sus gratificaciones instantáneas. Si antes podía medir el camino de casa al trabajo en canciones y ahora pierdo la cuenta del número de tweets que entran en el mismo trayecto, puede que la diferencia sea un poco mayor de lo que parece.

En todo caso, son 10 años en éste otro hemisferio. Está lejos de un "¡quién lo hubiera dicho!", pero no está mal tener un número redondo para resetear la cuenta, ¿y tal vez ponerla en manos de Ibai y sus viajes a Uruguay?




lunes, 23 de mayo de 2016

Midiendo el tiempo en canciones

Esta tarde venía escuchando música, para variar, y de mi lista aleatoria surgió In the Sun, de Joseph Arthur, que de inmediato me transportó al pasado.



Allá por el año 2003, cuando estuve por primera vez de paseo en Londres y todavía se compraba música en CDs, me vine con un par de discos y en uno de ellos estaba esta canción. Tal vez un tanto melancólica, pero es cierto que nunca me importó brindarme a la melancolía.

Nunca me importó tampoco medir el tiempo en canciones. De hecho lo hice mucho y aún lo hago. Ya que estábamos en Londres, si nos transportamos a 2011 o 2012, cuando trabajaba en Queen Mary y escuchaba más música que podcasts, solía medir el tiempo que me tomaba llegar a la biblioteca en canciones (4 o 5 según el día; si intercalaba alguna larga de Pink Floyd o Sigur Rós, tal vez sólo 2 o 3).

Hoy en día la biblioteca me queda igual de cerca (I've always been lucky that way), pero en vez de en 4 canciones, llego en medio podcast, o en un cuarto de podcast si se trata de uno un poco más largo. Me entretiene más, pero no tiene la misma resonancia como unidad de medida.

Dicho todo esto, no me quiero olvidar de Joseph Arthur, porque lo tengo en el tintero hace tiempo. Justamente a él pude verlo en mayo de 2014, poco antes de volver a Bilbao, en un concierto en Camden de esos que se quedan contigo y del que escribí la mejor reseña que este blog nunca verá publicada (porque la perdí por el camino, en una nota que no sobrevivió al penúltimo cambio de teléfono).

Fue un poco extraño ir a ver un concierto con expectativas tan descolocadas. Conociendo sólo algunos de sus varios discos, buena parte del repertorio me resultó extraño. In the sun no estuvo entre las elegidas, ni tampoco uno de sus hits más populares que un chica detrás mío pedía insistentemente entre canción y canción.

Lo que sí hubo en el setlist fueron varias canciones de Lou Reed (que había muerto el año anterior; Arthur, que era su amigo, grabó un álbum de versiones poco tiempo después). También hubo sorpresas. Vaya si hubo buenas sorpresas, como cuando en medio de una canción entendí por qué había un tablón sobre un caballete en el escenario.



La mejor sorpresa de la noche, sin embargo, la dejaron para el final. Era un día de semana, y aparentemente el concierto no podía ir más allá de una cierta hora, una hora a la que llegamos con los bises. Parecía que el concierto tendría un final prematuro e intempestivo, creo recordar que hasta encendieron las luces, pero aún quedaban un par de canciones. Y resultó que el bajista del trío, que a mi me había resultado tan conocido, efectivamente era quien yo había sospechado: Mike Mills, antiguo bajista y cara sonriente de R.E.M.

Nos querían echar... el encargado del local claramente quería que el concierto terminara. Pero estaba Mike Mills! Y está todo bien con la melancolía, pero si tenés en tu banda a la cara sonriente de R.E.M., sería criminal no dejarle cantar su canción, ¿no? Así fue como a pesar de la hora y las luces, Mills cantó la penúltima canción de la noche, el clásico de 1984 (Don't Go Back To) Rockville.
 


Ya no recuerdo cuál fue la última canción. Posiblemente lo dejé escrito mientras volvía en la Northern Line y lo perdí por el camino. Pero sí me acuerdo que una noche de mayo de 2014 en el norte de Londres, una canción tal vez un poco melancólica que me enganchó en el 2003 me llevó a reencontrarme con otra de 1984 que yo escuchaba a finales de los '90, y que me llevó hasta mi casa sonriendo y con expectativas sobrepasadas por un recuerdo vitalicio.

domingo, 3 de abril de 2016

De Oderitz a Londres, vía Bilbao

Son éstos días de transición extraña; volvimos de las vacaciones el martes pero yo no vuelvo a trabajar hasta el lunes, y estos días en Bilbao se me está haciendo difícil descansar y desconectar cuando pienso en lo que fueron nuestros cuatro días de tranquilidad total en Navarra, lejos del bullicio citadino.

En Oderitz, un pueblo de 12 caseríos, un frontón y poco más, donde para ir al supermercado o la farmacia hay que subirse al auto e irse, literalmente, "tres pueblos más allá" para encontrarlos, nos quedamos en una casa rural con historia y chimenea. Todo allí invitaba al descanso, a la actitud contemplativa, a pasar las horas sin prisas. Para los días de excursión,  a tiro de piedra están el nacedero del río Larraun, la Sierra de Aralar o una antigua vía de tren reconvertida en vía verde para recorrer a pie o en bicicleta. A la tarde, de vuelta "en casa", nos sentábamos junto a la chimenea a leer o rever las fotos del día, o a charlar un rato con Amaia o Jerome, los peculiares regentes del establecimiento.

 
 
Pero estamos otra vez en Bilbo y aquí, junto a la gente y el ruido (que tampoco es tanta ni tanto) parece que también están más cerca las malas noticias, las tragedias cotidianas, masivas o de pequeña escala, que parecen haberse instalado como tónica de los últimos meses. 

Sin dejar de lado todo lo demás, estos días leía sobre la muerte de Zaha Hadid y recordaba que uno de nuestros últimos paseos en Londres fue al parque olímpico, donde ella diseñó el centro acuático. Tenemos que tener alguna foto, algún selfie de ese día en ese sitio. 


Ahora que por fin volveremos a Londres como turistas, casi dos años después, no sé si la agenda nos dejará llegar más allá del East End y hasta Stratford, para ver el centro acuático y de paso reencontrarnos con Westfield, el Black Bull o los preachers que prometen Apocalipsis a las puertas de la estación. Creo que podremos prescindir de esa experiencia.

lunes, 12 de octubre de 2015

El tiempo no para

Puede que el 6 de agosto sea un buen día para estar en el aire.

El año pasado éste fue el día en que terminó nuestro periplo londinense, y volamos a Madrid. Lo que pensamos sería una aventura intensa pero breve terminó prolongándose por cuatro intensos años. Demanding yet rewarding.

Y este año el 6 de agosto también me tocó volar a Madrid, pero esta vez luego de una escapada de 7 días a Montevideo.

La despedida de Londres se dio por etapas y tuvo mucho de lo que llegamos a asociar con nuestra experiencia propia y auténtica de la ciudad. Hubo encuentros en el pub con pintas de por medio; hubo una cena con amigos en un restaurante tailandés (¿o era chino?); y hubo, por supuesto, un picnic. Hubo risas, fotos, y promesas. Hubo siembra, aunque tal vez no fuéramos conscientes de lo que luego cosecharíamos.


Ese 6 de agosto, en la cafetería del aeropuerto (que no por casualidad era el único de los 5 londinenses que nos quedaba por conocer) me regalaron uno de los cafés y una sonrisa. Nunca supe si fue otro ejemplo de excellent customer service, ese que tanto me había sorprendido 4 años atrás en mis primeras interacciones en la ciudad, o un flirteo pasajero. Nunca fui muy bueno interpretando señales.

Luego en el control de seguridad nos confiscaron la raqueta. You win some, you lose some, y siempre se puede confiar en que un funcionario de seguridad de aeropuerto te haga perder. El tenis, de momento, es sólo un recuerdo, así como hoy recuerdo a mi último sparring que estará contento porque una de sus compatriotas ganó el US Open contra todo pronóstico.

Los días pasan, y las semanas. Y al aniversario del viaje le siguió pronto el de la mudanza a Bilbao. Tras un año en el Botxo seguimos con cambios a la vista (siempre) pero contentos con la localía y con poder estar cerca de Male y June, las sobrinas postizas que tenemos cerquita.


Al fin y al cabo, la ciudad puede ser más verde, tranquila y caminable, y no por ello la aventura menos intensa.

miércoles, 15 de julio de 2015

De Bilbao a Lavalleja

Hoy fue uno de esos días... En la Biblioteca donde ya hace más de 3 meses que estoy trabajando, suelo pensar que no pasa mucha cosa digna de contar. Pero hoy vino a pedir ayuda un señor que inesperadamente estaba investigando sobre el crowdfunding. Digo inesperadamente porque para ser un tema de desarrollo tan reciente, este señor tenía un nivel de alfabetización informacional bastante anticuado. Dicho de otro modo, quería libros en papel porque no se sentía cómodo buscando en bases de datos o leyendo en una pantalla.

Luego de unos minutos de orientación y un aceleradísimo curso sobre acceso a la web de la biblioteca y búsqueda de información, llegó la usual pregunta que, en este caso, conllevaría un colofón muy inesperado.

- ¿Y usted de dónde es?
- Soy uruguayo
- ¡No me diga! Yo he estado en Uruguay muchas veces.
- ¿Ah si?
- Si conozco La Barra, Punta del Este (por aquí pensé que íbamos bastante mal...) y también Montevideo, por supuesto.
- ...
- Es que tengo parientes que viven en Uruguay, se asentaron allí en el Siglo Diecinueve
- Ah si, ha habido mucha emigración de vascos al Uruguay (aquí arriesgué, ya que no sabía aún si él sería realmente vasco).
- Sí, ¿no sé si conoce usted el Pueblo Aramendía, en Lavalleja?
- No...
- Pues sí, Don Pedro Aramendía fue Director del Banco Nacional, también Vicente...

Ya después de esto el hombre me había dejado un poco turulato... resulta que, obviamente, sí hay un pueblo llamado Pedro Aramendía en Lavalleja (población: 96 habitantes!), y que un tal Pedro Aramendía fue Presidente del Directorio del BROU, allá por 1965.

Luego de este peculiar intercambio, el pariente de Aramendía se interesó por las fechas en que podría volver a contar con mi ayuda, y tras contentarse en la certeza de que un compatriota de sus parientes estaría allí para ayudarle al menos hasta finales de este mes, se marchó en busca de la única revista impresa que prometía facilitarle algo de información sobre crowdfunding.